El papa Ratzinger
ha escrito que en el portal no había ni mula ni
buey, que la estrella no era lo que creíamos y que
los Magos tampoco. ¿Por qué cargarse la tradición?
Daba la sensación de que
lo del papa Ratzinger tenía poco recorrido.
No era verdad. Sigue coleando porque la gente, o al
menos algunas personas (yo no), se han leído
el último libro de Benedicto XVI sobre la vida
de Jesús de Nazaret y en Internet se multiplican
los comentarios sobre el bombazo informativo: el mundo
parece haberse paralizado de espanto al saber, de labios
del mismísimo Papa, que en el portal de Belén
no había ni mula ni buey, que la estrella de
Belén probablemente era una supernova y (últimas
revelaciones) que los Reyes Magos eran probablemente
andaluces, ya que pudieron provenir de Tartessos, milenario
reino que había en Cádiz y Huelva. Al
mismo tiempo, el Papa sostiene la inatacable veracidad
histórico-científica de la virginidad
de María antes y después del parto del
niño.
Vamos a ver. Con estas cosas pasa siempre lo mismo:
hay que ponerse de acuerdo en dos o tres cosas previas,
porque si no es así, la conversación
se vuelve imposible. Del mismo modo en que un biólogo
y un creacionista no pueden dialogar constructivamente
en ningún caso, porque el uno niega de plano
lo que el otro considera el punto de partida evidente,
para hablar de “rigor científico” en
estos asuntos del portal de Belén hay que
partir, inexcusablemente, de la fe. De la creencia
en Dios y en la veracidad de los textos sagrados.
Si no es así, no hay nada que rascar porque
a uno le dará la risa con lo que el otro dice,
y así no se llega a ninguna parte.
Partamos, pues, como supuesto teórico o dialéctico
(en mi caso no es ninguna otra cosa) de la premisa católica,
es decir, de la existencia de Dios y de la historicidad de
Jesucristo, hijo del Creador, según lo relatan los
cuatro evangelios canónicos.
Si empezamos a caminar sobre ese suelo, el papa Ratzinger
tiene más razón que un santo. No había
ni mula ni buey en el portal. La estrella de Belén
no era una especie de radiofaro que guiase a los Magos por
GPS sino un fenómeno celeste puramente natural sobre
el cual se ha escrito muchísimo. De la condición
gaditano-sevillana-onubense de los famosos Magos no puedo
decir nada: Ratzinger ha interpretado al profeta Isaías
con algo que a mí me parece exceso de celo, pero eso,
pues allá él. El mundo lleva cinco siglos discutiendo
el lugar de nacimiento de Cristóbal Colón y
siempre me he preguntado para qué. No vamos a empezar
ahora la misma monserga con los Reyes Magos. Además,
sobre éstos sabe más que nadie mi amigo Luis
Reyes: ya ha escrito en estas páginas lo que tenía
que decir y no cometeré el error de enmendarle la
plana.
Lo que pasa es que las religiones, sobre todo las reveladas,
se nutren de dos cosas: unos textos que hay que llamar canónicos,
en los que se establece con claridad en qué hay que
creer (los Evangelios, la Torá, el Corán) y
luego un cúmulo de tradiciones que no están
en esos textos pero que se llevan superponiendo unas a otras
desde hace siglos, y que toman, en la mente de los fieles,
tanta fuerza y tanta importancia como el relato canónico.
Esas tradiciones proliferan con especial intensidad (no podía
ser de otro modo) en los pasajes más líricos
o sentimentales del relato oficial. El caso más claro
es el de la Navidad.
Ni mula, ni buey, ni...
El Papa ha incurrido, a mi juicio y nada más, en
un error típico de teólogo algo pedante: ha
señalado la diferencia entre el texto autorizado y
la tradición. Eso no se hace, hombre. Eso es cargarse
la poesía, buena o mala, que generaciones enteras
de creyentes han ido agregando al canon oficial para hacerlo
más digerible, más hermoso, más atractivo,
más personal. Ya sabíamos que en el portal
no había ni mula ni buey. Los entrañables animalitos
no aparecen en ninguno de los cuatro evangelios canónicos
(Marcos, Mateo, Lucas y Juan) que la Iglesia escogió de
entre todos los demás y dio por buenos en el concilio
de Nicea, en el 325, cuando el emperador Constantino hizo
suya la religión cristiana, los obispos se asociaron
al poder civil y comenzó la época del nacionalcatolicismo
o monarcocatolicismo que ha durado, en España por
ejemplo, hasta hace prácticamente nada, hasta la Constitución
de 1978. Legalmente, al menos.
La realidad es, como sabemos, otra.
Pero había otros evangelios que no tuvieron tanta
suerte en Nicea. Son más de cincuenta: unos largos,
otros breves, otros apenas fragmentos. Y nada menos que cinco
de ellos se refieren explícitamente a la natividad
de Jesús. Lo que dicen es verdaderamente hermoso,
pero no está en el canon de la Iglesia. Es ahí donde
aparecen la mula, el buey, la estrella GPS y muchas cosas
más que no tienen sentido alguno. La época,
por ejemplo: es imposible que el nacimiento se produjese
en diciembre, cuando en Palestina hace un frío que
pela y a ningún pastor se le pasa por la cabeza dormir
al raso con sus rebaños... como dice la tradición,
en algo que los cineastas llamarían un flagrante error
de racord. La Iglesia “cambia” la natividad de
primavera a invierno para neutralizar (o apropiarse de) las
numerosas fiestas paganas del solsticio de invierno.
La historia de San José buscando inútilmente
albergue para su mujer a punto de parir es otro imposible
metafísico, que habría dicho Leopoldo Calvo-Sotelo.
Estaba en su pueblo, Belén, y además la negativa
a hacerles un sitio contraviene de plano la milenaria hospitalidad
semítica. Y no era un viejo, como se inventaron los
pintores medievales para “arreglar un poco” la
vidriosa historia de la concepción virginal de María.
Y tampoco era carpintero. Los reyes no eran reyes, ni magos,
ni tres, ni aparece el negro hasta la Edad Media. Si eran
o no de la tierra de María Santísima, eso allá Ratzinger.
Hay muchísimas cosas doctrinalmente absurdas más.
La Iglesia celebra el 26 de julio la festividad de San Joaquín
y Santa Ana, padres de la Virgen y patronos de los abuelos.
Son, en realidad, santos inventados, fruto de una tradición
que se remonta al siglo II en el caso del supuesto Joaquín,
y al VI en el de su esposa. No están en los evangelios.
Como tampoco se dice en los textos canónicos que María
Magdalena fuese una prostituta, ni que el discípulo
amado se llamase Juan, y en ningún evangelio consta
que hubiese una Verónica que se llevó impreso
en un pañuelo el rostro de Jesús... Es una
tradición que tiene apenas mil años ¡y
está en el vía crucis! Como también
es pura invención lo de Moisés y el cestillo,
se ponga mi amigo José María Vals como se ponga.
La pregunta es: ¿y qué más da? Estamos
hablando de tradición, de poesía. Si le quitamos
eso a la fe, ¿qué queda? Así que ya
saben: dentro de unos días, pongan el belén
con la mula y el buey. Como siempre. Y feliz Navidad.